Demasiado metidos

Después de quince días de vivir en carpa, apestar como cerdos y con las barbas crecidas, nos hospedamos en una pensión de tantas que hay en Bariloche para reponer energías. Eduardo decía que era básicamente para gastar la plata, porque ya nos daba vergüenza gastar tan poco. Yo creo que era algo más banal: éramos demasiado urbanos y estábamos agotados. La aventura seguía igual, porque íbamos a cumplir veinte años, leíamos a Herman Hesse y estábamos abiertos a que cada acontecimiento o cada persona que se cruzara en nuestro camino se convirtiera en una sorpresa cósmica. Así era con el perro que nos vino siguiendo desde las afueras y que nos estaba esperando en la vereda de la pensión cada vez que salíamos. Un día no lo vimos más. Eso se convirtió en relato. Así fue también con Elvira, la camarera de sesenta años, rodete victoriano y carácter militar, que nunca sonreía pero era buena gente. Un día llegamos a comer a mediodía y tenía el pelo suelto. Le dijimos entre risas: «¡Elvira, estás hecha una descocada!», y ella también se rio. Fue una fiesta memorable.

Así fue con todo, pero también con los hechos más grandes, aquellos que no supimos manejar. La dueña de casa se llamaba Lucrecia, y tenía una hija de veintidós años, Gisella. A Gisella la podíamos soñar solamente, no solo porque era más grande, sino porque estaba casada con Mariano, que dirigía la pensión de su suegra. Pero Gisella tenía un cuerpo alucinante y los ojos verdes más hermosos y tristes que cualquiera de nosotros hubiera visto jamás. No tuvimos más alternativa que enamorarnos, y convertirla en el tema de conversación obligado en cada chocolate con churros que nos tomábamos en Hola Nicolás.

Mariano era un tipo muy divertido, que nos llevó en su pickup a un par de paseos y hasta nos homenajeó con un asado gigante. No encajaba en lo que nos terminó contando. En un pub, una de esas noches, se vino a sentar con nosotros. De repente se puso melancólico.

—Yo sé lo que es despachar gente —nos lanzó a quemarropa—. Di golpes, apliqué picanas, manejé fálcones verdes. Según la época. En otra me tocaba doparlos para que se los llevaran en aviones. De ahí los tiraban al río, nomás. Por suerte nunca me pidieron volar. Una mierda, pero había que hacerlo. No vayan a creer que me la llevé de arriba, porque esas cosas no te las olvidás. Si me escuchan gritar a la noche ya saben por qué es. Yo era muy pendejo, era lo que había que hacer y lo hacíamos.

Nos quedamos mudos. Estábamos en un lugar de sueño, entre paredes de madera, frente a una chimenea ardiente, todo a media luz. Tomábamos un vino caliente con frutas al que llamaban panoca: «pa no cagarse de frío». En las mesas de al lado, un grupo de minas fuertísimas, de no sé qué equipo de hockey sobre césped que venían de trepar al Catedral, deberían habernos tentado, pero estábamos paralizados. Escuchábamos a Mariano sin una sola chance de seguirle la conversación, de hacerle comentarios para que siguiera. Tampoco hubiéramos sabido qué preguntar sin que se sintiera interrogado.

Después de todo éramos pibes. Éramos los hermanitos menores de los desaparecidos, así nos llamábamos a nosotros mismos. Habíamos festejado la primavera democrática sin entender del todo de dónde veníamos. Habíamos cumplido recién los dieciocho cuando votamos a Alfonsín, recién saliditos de escuelas secundarias privadas, que se mantuvieron como burbujas donde no pasaba nada, donde nadie se metía, porque así nos lo habían ordenado nuestros profes y nuestros padres. ¿Qué podíamos entender? Cuando una prima mayor, más conectada con la realidad, me contó que en la Argentina había campos de concentración, el shock me duró varios días. De repente, estábamos sentados frente a un torturador de la dictadura. Lo dejamos hablar. No es que tuviéramos elección.

—Mis preferidos eran los judíos y las minas. A los moishes les poníamos fotos del Führer en las paredes, a propósito. Nunca, que yo sepa, largaron lo de Andinia, pero por eso se nos terminaban muriendo. Igual se lo merecían, por judíos y comunistas. Con las minas nos peleábamos entre nosotros para meterles la picana en la concha. Chillaban como si acabaran. Yo no, pero algunos acababan ahí también, te juro. Unos degenerados.

Después cambió de tema. O no.

—A las minas hay que tenerlas cortitas. Mírenme a mí con Gisella. Un minón. Con un par de cachetazos te hace hasta caquita en el pecho. Un golpe de vez en cuando ayuda mucho a tenerlas bien. No importa por qué. A mí me es muy importante cómo cuelga la ropa mojada. Si cuelga una remera por el medio y le pone un broche, el broche queda marcado. Entonces cobra. Así las minas entienden los límites, y al final te lo agradecen. A mí no me vas a ver nunca con una camisa mal planchada.

Mariano daba cátedra, nosotros escuchábamos. Así siguió una hora más, hasta que se durmió sobre el banco del pub. Nosotros lo dejamos ahí, nos fuimos al Centro Civico y nos sentamos frente al lago a hablar, aunque hacía un frío tremendo. Teníamos que elaborar, nos dijimos qué nos pasaba y pensamos qué teníamos que hacer con semejante información. Recién a la madrugada volvimos a la pensión.

Un par de días después salimos a otro paseo, sabiendo que ya no éramos los mismos. Cuando bajábamos los escalones desde la puerta hasta la vereda, Mariano salió detrás de nosotros y nos pasó como una tromba empujándonos, y haciendo que Julio terminara tirado sobre los rosales. Pero no pudimos siquiera empezar a quitarle las espinas de la cara, porque de la casa salió un grito tremendo. Volvimos a entrar, siguiendo el sonido de los gritos, ahora mezclados con llanto, y llegamos a las habitaciones de los dueños de casa. Vimos a Gisella sentada en el suelo junto a su cama en medio de un charco de sangre.

—¿Qué pasó? —dijo Claudio, mientras le sacaba el pelo de la cara. Entonces vimos las manchas rojas en un ojo y en las mejillas, que pronto se convertirían en resonantes moretones. Gisella lloraba y tosía agarrándose el estómago.

—¿De dónde te sale la sangre? —pregunté yo. Todos me miraron con cara de insulto, porque para todos menos para mí estaba claro que lo que le sangraba era la ingle.

—¿Dónde está tu mamá? —preguntó Eduardo —. ¿A quién le avisamos?

—No, déjenme, déjenme —gimió ella.

—Vení, te ayudamos a pararte —dijo Julio, tomando las riendas. La tomamos de ambos brazos y la llevamos al baño, mientras Claudio iba a buscar a Lucrecia. No la encontró, pero llegó al minuto con Elvira, que entró en el baño para ayudarla a lavarse y cambiarse.

—Hijo de mil putas —dijo Elvira, vuelta humana de repente.

Ya no pudimos más. Dejamos a las mujeres y fuimos a la comisaría. Contamos lo de los golpes, pero no lo de las torturas. El policía a cargo de las denuncias balbuceó durante quince minutos que la damnificada debía apersonarse para dejar sentada la denuncia. O algo así. Volvimos a la pensión, pero no había nadie. A la tarde vimos a Lucrecia, que volvía de la clínica donde habían internado a su hija. Fuimos, y le explicamos a Gisella que tenía que ir a la comisaría y denunciar ella misma a Mariano. Nos miró como los extraños que éramos.

—No se metan —dijo. Después miró a la ventana de su habitación, y no dijo más.

Al día siguiente dejamos Bariloche y seguimos a El Bolsón. Gisella sobrevivió a la golpiza como había sobrevivido a otras, pero su embarazo quedó trunco. Al momento de los golpes, la pobre ni siquiera sabía todavía que estaba embarazada. Nuestro periplo como mochileros también sufrió un aborto. En El Bolsón la pasamos muy mal, ya no pudimos divertirnos y discutíamos todo el tiempo por estupideces. No nos quedaba ánimo ni siquiera para emprender levantes en las carpas vecinas, como lo dictaban la costumbre y las hormonas.

Una noche tomamos varias decisiones. La primera fue volver a Buenos Aires. La segunda, no denunciar a Mariano a la policía, en la que no confiábamos, pero sí a la Conadep, la comisión que registraba las denuncias sobre los desaparecidos. Solo entonces, en el camino al Teatro San Martín, donde funcionaba la comisión, lamentamos no haberle sonsacado a Mariano más datos, nombres, lugares. De todos modos, su nombre ya figuraba en los registros de la Conadep. Entendimos que no podíamos hacer mucho más, pero nos sentíamos bien, porque estábamos siendo parte de la historia. Además, compartimos un ascensor del San Martín con Ernesto Sábato. Podíamos darnos por satisfechos.

Claudio, el más enamorado, habló una vez con Gisella por teléfono, y así nos enteramos de su aborto, y también de que seguía con Mariano. Después le escribió un par de cartas, pero ella nunca le contestó. A Mariano, según nos enteramos por los diarios, lo procesaron por violaciones a los derechos humanos y más tarde lo indultaron, quizás por obediencia debida, tal vez por punto final, pero nosotros le perdimos el rastro y nunca más volvimos a hablar del asunto. Estábamos demasiado ocupados estudiando y teniendo novias serias. Seguramente, quién dice, queríamos olvidar. Nos habíamos metido demasiado.